Contexto económico y social 2018

Situación mundial de estancamiento

La mayoría de economías avanzadas -a diferencia de la española- habían dado la crisis de 2007 técnicamente por superada aproximadamente dos años más tarde. Hay que aclarar que una crisis termina oficialmente no cuando se recuperan trabajo, salarios o condiciones de vida, sino cuando el producto interior bruto (PIB) encadena dos trimestres consecutivos de subida.

Sin embargo, en los diez años que han pasado desde entonces el crecimiento del PIB en estas economías ha sido muy reducido, muy lejos de los valores previos a la crisis, pero también incluso en comparación con sus valores medios en los últimos veinte años. Mientras tanto, las llamadas economías emergentes -China, Rusia, Brasil, países del este de Europa…-, que no estuvieron afectadas por la crisis y que actuaron como motor del capitalismo en los primeros años de ésta, también bajaron su crecimiento a la mitad hace ahora tres años.

Las previsiones de organismos económicos y los primeros datos de 2017 han traído un ligero repunte del crecimiento después de dos años en los que éste se ha mantenido por debajo de la media histórica. Una nota -es pronto para saber si coyuntural- con la que intentan insuflar optimismo a unos informes oficiales que no aportan datos sólidos para prever un cambio de tendencia en el medio plazo. El período abierto por la Gran Depresión de 2007 se ha transformado en la Larga Depresión.

Pero hablar de PIB no explica nada, es solo el termómetro que indica que el paciente está enfermo sin apuntar al origen del problema.

Desde una explicación marxista, lo que hace a la economía capitalista moverse es la perspectiva de obtención de beneficio por parte de los poseedores de capital. Sin embargo, tras un pequeño pico antes de final de siglo, los rendimientos obtenidos en la producción en relación al capital invertido no han hecho más que bajar. Hay que aclarar que en los años previos a 2007 el rendimiento que siguió creciendo no fue el del capital productivo, sino el del capital financiero, que tomó su relevo como fuente de beneficios hasta que la discrepancia entre el valor reclamado como ganancia y el valor realmente generado se hizo insoportable.

Pues bien, una vez agotado aquél paréntesis de euforia financiera con el estallido de una crisis ya inaplazable, el escenario de beneficios decrecientes volvió a quedar al descubierto. Y es esta escasa rentabilidad del capital la que está en el origen del resto de variables negativas que aparecen en los pesimistas informes económicos.

Porque en ausencia de beneficios esperados no hay motivo para la inversión. No hay inversión en capital fijo, que en Estados Unidos ha marcado la proporción mínima desde la Segunda Guerra Mundial, y que no ha superado en ningún momento desde 2008 la media histórica. Sin inversión en capital fijo no hay aumentos de productividad, lo que explica los bajos incrementos de ésta en los últimos diez años. A su vez, la productividad estancada por falta de inversión fuerza a que la obtención de mayores beneficios se apoye únicamente en la contención salarial, hecho que también reflejan las estadísticas a nivel global.

Esta situación se denomina sobreacumulación de capital, pues el problema no es la falta de capital para invertir, sino la falta de sectores productivos en los que invertirlo con una rentabilidad aceptable. Los bancos centrales han puesto miles de millones a muy bajo interés a disposición del sistema crediticio y de las propias empresas sin conseguir mover la economía, los fondos de inversión y las gestoras de fondos de pensiones buscan dónde situar los miles de millones que manejan, incluso las treinta compañías más grandes de EEUU -como Apple, Microsoft o Google- suman entre todas 1,3 billones de dolares que prestan a otras empresas por no saber cómo invertirlo en su propio negocio de una manera productiva.

A esta situación de estancamiento económico global se unen una serie de desarrollos locales -muy conectados con el escenario descrito- que no parecen empujar en la dirección de una posible recuperación.

Ya hemos visto en los párrafos anteriores datos relativos a la economía estadounidense. Su situación general es la misma que vamos a encontrar en el resto de países avanzados. El crecimiento de su Producto Interior Bruto per capita comenzó a caer en 2002, pocos trimestres después de que los beneficios tocaran techo. Desde entonces ha seguido descendiendo, y lo sigue haciendo hasta ahora, tras superar durante solo un año el profundo valle de la crisis de 2007.

Sin embargo, se avecinan cambios en la política económica norteamericana que pueden tener importantes consecuencias internacionales. Hasta hace unos meses, y con objeto de favorecer la inversión, tanto la Reserva Federal de los EEUU como el Banco Central Europeo, mantenían desde hace años unos bajísimos tipos de interés y, desde hace un par de años, unos programas de compra de deuda de grandes empresas que actúa como una especie de préstamo directo a las mismas. Quizás una prueba más de la falta de inversiones rentables ha sido la escasa incidencia que ha tenido esta enorme inyección de dinero en el crecimiento de la economía. Pero el hecho es que este dinero barato ha sido utilizado con muchos fines, no sabemos si eran los esperados: desde mantener a flote empresas con problemas, pasando por el reparto de dividendos en grandes compañías, hasta la inversión productiva en economías emergentes. En estos momentos, la deuda en manos de empresas alcanza techos históricos en los Estados Unidos y sigue siendo una gran preocupación en Europa.

Pues bien, entre los objetivos declarados de Donald Trump durante su presidencia figuran el incremento considerable del gasto militar y, simultáneamente, la reducción de impuestos a las empresas y a las rentas más altas. Para conseguir esta cuadratura del círculo no va a bastar con el previsible varapalo al gasto social, sino que también va a ser necesaria la entrada de mucho capital extranjero en el país norteamericano. Con este objetivo, la Reserva Federal comenzó en diciembre -y ha continuado en junio- una subida de los tipos de interés que pretende atraer capitales internacionales.

La subida ha sido justificada con la excusa de evitar un recalentamiento de la economía y un descontrol de la inflación, objetivos difícilmente creíbles cuando el crecimiento es mínimo y la inflación ronda el 2%. En cualquier caso, una subida de tipos en EEUU tiene un tirón inmediato en todos los mercados, con lo que la época del dinero barato puede estar llegando a su fin. Aparte de los bancos, a los que una subida de los tipos de interés les elevará las ganancias, los efectos negativos son imprevisibles. Cientos de miles de empresas en occidente aún no se han liberado de las deudas contraídas durante la crisis o en sus momentos previos, y es posible que no aguanten una subida de los tipos de interés. Pero, incluso para las empresas más desahogadas, un incremento del precio del dinero puede significar el fin de la escasa inversión que ahora se está produciendo. En los países emergentes y no desarrollados se teme, no solo el fin del crecimiento, sino la imposibilidad de afrontar el pago de las deudas contraídas. Incluso los países occidentales con una deuda pública alta verán elevadas las partidas que dedican al pago de intereses.

Por su parte, China sigue inmersa en una reordenación de su economía, que presenta problemas complejos. Aunque en los años posteriores a la crisis de 2007 actuó como salvavidas de la economía mundial (manteniendo con sus compras de materias primas la economía de muchos países y prestando dinero a occidente), el crecimiento se descontroló -como no puede ser de otra manera en el capitalismo-. Por un lado, la industria elevó demasiado su capacidad productiva, calculando mal la capacidad de consumo de un occidente sumido en una larga crisis. Por otro lado, se desarrolló una burbuja inmobiliaria de proporciones superiores -en porcentaje del PIB- a la que existía en EEUU en los momentos previos al crash de 2007. Intentar conducir una economía en este estado hacia un hipotético equilibrio es luchar contra la tendencia intrínseca del capitalismo, que es a desarrollar el desequilibrio hasta resolverlo en una crisis cuando es insostenible. Se está intentando desinflar el endeudamiento sin provocar quiebras, lo cual es complicado mientras se promueve el consumo interno para compensar la bajada de las exportaciones.

La realidad es que la economía China dejó de crecer por encima del diez por ciento desde el 2012, año que supuso una segunda inmersión en la crisis a nivel global. Desde ese momento el descenso del crecimiento ha sido paulatino hasta detenerse en el seis por ciento el año pasado. Este lento declinar del que actúa como motor de la producción mundial ha arrastrado tras de sí a todos los países productores de petróleo y materias primas -entre los que se encuentran la mayoría de los emergentes-, pues la reducción de su consumo hizo descender los precios. Aunque los informes oficiales intentan agarrarse a la evolución del PIB chino de los últimos seis meses, que parece haber detenido su caída, la evolución futura de la economía del país no puede despejarse mientras persistan los niveles de burbuja en el mercado de valores, en la deuda y en el sector inmobiliario.

En Europa la situación sigue la tónica general de mínimo crecimiento, aunque el factor añadido de ser un espacio económico plurinacional añade problemáticas adicionales que hacen muy difícil encontrar un camino de salida colectivo a la situación de estancamiento. En cualquier caso, para explicar la evolución de la economía europea en la formación y “resolución” de la crisis requiere hacer una división -quizás un poco burda- en grupos de países y analizar la interacción de los intereses -la mayoría de las veces contradictorios- entre ellos.

Por un lado están los países de mayor peso, las economías de Reino Unido, Francia y, por encima de todos, Alemania. Estas economías, junto a las también productivas del norte y centro de Europa (Austria, Dinamarca, etc), volvieron a ver su PIB caer en 2012 tras una salida relativamente rápida de la crisis. Desde entonces su crecimiento ha estado muy por debajo de la media de la década anterior. El peso de estos países ha hecho que la media global del área euro haya seguido su mismo patrón. Italia, que históricamente pertenecía a este grupo de países más fuertes ha quedado ahora descolgada, acumulando incluso un crecimiento neto menor que cero en los últimos diez años.

Por otro lado, los países del este de Europa del antiguo bloque soviético se pueden encuadrar en el área de producción de las empresas alemanas, además de recibir inversión de fuera del continente gracias a su mano de obra cualificada y al bajo coste de reproducción de su fuerza laboral. Muchos de estos países han tenido un crecimiento alto más o menos sostenido, habiendo algunos de ellos sorteado la crisis sin entrar en recesión.

Por último, podríamos formar un tercer grupo con los países que resultaron más dañados con el estallido de la crisis. Todos ellos, no por casualidad, formaron parte del grupo fundador del euro. Su suerte ha sido diversa: mientras Grecia y Portugal han sufrido una caída continua en estos diez años, España comenzó a crecer muy tarde, en 2013, situándose por encima de la maltrecha media europea a partir de 2015; finalmente, Irlanda remontó en 2012 gracias a factores singulares, como su posición de paraíso fiscal para multinacionales o su alto índice de emigración.

En realidad, esta división en grupos de características tan marcadas dentro de un área económica común -incluso con países que comparten moneda- no es un dato neutro sin más. Es la garantía de que unos desajustes de partida, lejos de converger como afirma la teoría económica ortodoxa, se irán transformando en contrastes más y más extremos con solo dejar actuar a la Ley del Valor, con mucho más motivo si ésta actúa en un libre mercado virtual.

Los países que adoptaron el euro en 2002 tenían realidades económicas muy distintas. La productividad del centro de Europa era muy alta, sus productos de un alto valor añadido. Eran economías exportadoras con capital excedentario para invertir. El caso más extremo es Alemania, tanto por lo acusado de estas condiciones que comentamos como por el volumen de su población. En el lado opuesto están España, Portugal o Grecia, con una productividad muy baja y una industria en su mayoría formada por pequeñas y medianas empresas de escaso valor añadido. Italia dispone de grandes empresas, pero su productividad no está a la altura del centro de Europa.

Como las reglas deben ser comunes, se marcan las reglas que benefician al capital más fuerte, misión delegada en el Banco Central Europeo. Al capital alemán, austriaco o danés le interesa un euro fuerte, pues ellos producen de forma eficiente artículos de calidad que pueden competir incluso con un tipo de cambio adverso. A cambio, con una moneda fuerte su capital inversor vale más para comprar fuera del país.

Para países como Francia o Reino Unido este no es el mejor escenario, pero tienen fuerza para aguantar, e incluso sus grandes corporaciones salen tan beneficiadas como las alemanas. Sin embargo, en los países del sur la balanza de pagos se desequilibra, exportando poco e importando mucho al no poder competir sus productores con los productos altamente tecnológicos y más baratos de sus vecinos centroeuropeos. La situación no se nota en la calle, ya que al importar en su mayoría de países que comparten moneda, no entran en juego los mecanismos automáticos que antaño hubieran llevado a una devaluación de la moneda nacional. Pero sí que cabe hacerse una pregunta: si en estos países sale más dinero del que entra, ¿de dónde viene el dinero con el que continúan comprando? Si estuviéramos hablando de distintas regiones de un mismo país, podríamos explicarlo a través de los mecanismos fiscales que distribuirían la riqueza entre ellas, pero en la Unión Europea no hay ningún mecanismo de redistribución. Pues bien, la solución la aporta el mismo sistema: como los países de centroeuropa tienen excedente de capital, están encantados de prestarlo a los países del sur a cambio de su correspondiente interés. Así se crea el circulo de préstamos-compras por el que el capital va y viene entre el centro y la periferia, revalorizándose en cada vuelta.

Cuando estalla la crisis el círculo se rompe. Los países del centro exigen su dinero y sus intereses. E igual que en la época anterior el mecanismo de redistribución no era fiscal, sino de mercado, al ir las cosas mal los problemas se resuelven como acreedor y deudor, no como “socios comunitarios”. La deuda, que son en realidad las ganancias obtenidas por una plusvalía aún no creada, son exigidas a sangre y fuego. Y en unos países de baja productividad como son los deudores, la generación de plusvalías solo puede provenir de un lugar: la sobreexplotación de los trabajadores. Así se entienden las políticas de austeridad a que han estado sometidos los Estados del sur de Europa en la última década.

Paradójicamente, la ayuda del Banco Central Europeo que no se activó en los primeros años de la crisis, cuando los problemas estaban sólo en la periferia, nos llegó de rebote cuando los países del centro entraron en su segunda crisis seguida de estancamiento a partir de 2012. Desde ese momento sí que se relajó el precio del dinero e incluso se empezó a comprar deuda de empresas. Este balón de oxígeno dirigido a los grandes ha contribuido a una cierta recuperación de Portugal y, sobre todo, de España.

Sin embargo, al igual que ha ocurrido en Estados Unidos, en las economías europeas más poderosas la reactivación económica no ha tenido lugar. El patrón es exactamente el mismo: escasos rendimientos frente al capital invertido, falta de inversión productiva, crecimiento anormalmente bajo de la productividad e inflación baja.

Y es en esta situación fluctuante entre la crisis y el estancamiento que las contradicciones internas de la Unión Europea se ponen de manifiesto y surge la pelea entre tipos de capital por el reparto de una ganancia insuficiente. Desgraciadamente, el conflicto capital-trabajo solo se ha manifestado en una dirección: la presión económica y política del capital para obtener más plusvalía. La carencia de una organización propia de los trabajadores, y menos aún en un ámbito internacional, ha evitado que estos plantaran cara por sus propios intereses al mismo nivel al que se estaba decidiendo el partido.

Así, incapaz de materializarse la contradicción principal capital-trabajo como lucha independiente, la crisis capitalista en la Unión Europea se ha manifestado como una crisis nacionalista, de lucha de capitales menores y de la pequeña burguesía por buscar amparo en la antigua estructura estatal frente a un mercado global para el que no están preparados. Muchos trabajadores, faltos de referentes propios y hartos de oír a los Varoufakis de turno repetir las consignas vacías de “otra Unión Europea es posible”, han sido arrastrados a las filas de un nacionalismo pequeñoburgués de más o menos extrema derecha.

El caso del Reino Unido es distinto, pues en este país hay parte del gran capital que prevé conseguir más beneficios siguiendo una senda independiente de Alemania, lo que ha permitido que se materialice un proceso de separación apoyado por uno de los dos grandes partidos. El Reino Unido cuenta con un socio internacional más afín en los Estados Unidos de América y posee una presencia internacional en la que pretende apoyarse para actuar en busca de sus propios intereses. Hay que observar cómo en 2015 se convierte en el primer socio occidental de China en su proyecto de Banco Asiático de Inversiones en Infraestructura -con el manifiesto desagrado de su socio americano-, o como está intentando alcanzar acuerdos bilaterales de libre comercio con el mismo país o con India, así como para negociar sus monedas en la City londinense.

Hasta ahora el sistema europeo ha conseguido resistir los envites. La victoria de Macron en Francia ha sido una victoria para Merkel, que consigue mantener a su aliado indispensable -la Unión Europea carecería de sentido sin el eje germano-francés- en la linea europeísta. Sin embargo, es significativo que todos los planes de ampliación de las competencias comunitarias hayan dejado de mencionarse hasta nuevo aviso.

A modo de resumen, podemos ver cómo el capitalismo ha registrado en los últimos veinte años un descenso de la rentabilidad de sus actividades productivas, lo que ha reducido la inversión en capital fijo y, por tanto, la productividad. Los picos de crecimiento antes de las crisis se corresponden con la utilización de capital financiero para prolongar unos beneficios a los que el capital productivo no puede llegar, como en el 2000 (acciones punto com) o en 2007. Tras esta última crisis, la bajada de actividad ha terminado contagiando a las economías emergentes, que habían conseguido sortearla con éxito. La evolución a corto plazo es imprevisible, lo mismo puede declararse una crisis inmediata por algún factor desestabilizante, que prolongarse el estancamiento a medio plazo o desencadenarse algún tipo de crecimiento especulativo que acabe en poco tiempo en una crisis genuina. En cualquiera de estos tres escenarios la clase trabajadora global va a salir perdiendo.

Globalización ¿avanza o retrocede?

En la sección anterior hemos expuesto una serie de tensiones internacionales que, aunque son consustanciales al capitalismo, quizás se agudicen durante las crisis. Estas tensiones son presentadas muchas veces en los medios como una lucha entre globalizadores y no globalizadores, dando a entender que una victoria asociada a los que ellos encuadran en el segundo grupo hace retroceder el proceso de la globalización. Veamos una semblanza del proceso de globalización acelerado de las últimas décadas antes de entrar en este debate.

A mitad de los años sesenta del pasado siglo comienzan a disminuir los beneficios empresariales fáciles que venía obteniendo el capitalismo occidental desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Este proceso se transforma en crisis abierta a principios de los setenta con el engañoso nombre de crisis del petróleo. Tras una década de medidas más o menos descoordinadas, va tomando cuerpo una estrategia de largo alcance que configura el capitalismo actual. El proyecto político cobra plenamente forma al comenzar la década de los ochenta en los Estados Unidos de Ronald Reagan y en el Reino Unido de Margaret Thatcher. En paralelo, y sin dejar de estar relacionado con lo anterior, se configura lo que hoy conocemos como el proceso de globalización económica.

En realidad, hablar de globalización del capitalismo es una redundancia, por lo que calificarlo de nuevo es ignorar lo que ha ocurrido en el mundo en los últimos doscientos años. Sin embargo, la evolución desde 1980 no es un avance cuantitativo más; por el contrario, el salto ha sido cualitativo, hasta poder afirmar que el capitalismo es ahora absolutamente global. Una serie de factores interrelacionados nos permiten hacer esta afirmación:

  • En 1972 el presidente norteamericano Richard Nixon visita por sorpresa la China comunista y escenifica una normalización de relaciones que marca su integración en los mercados mundiales

  • Entre 1982 y 1994 se negocia la Ronda Uruguay de la Organización Mundial del Comercio (iniciada como GATT) en la que se constituyen los nuevos acuerdos que rigen el comercio mundial actual

  • La Comunidad Económica Europea de diez países, entendida como acuerdo aduanero, se transforma en la Unión Europea de veintiocho y la moneda única de diecinueve países.

  • Enormes áreas de América Latina y Asia abandonan los modos de producción no mercantilizados

  • Proliferan los acuerdos comerciales multilaterales

  • Y, por encima de todo, desaparece el bloque soviético como sistema económico alternativo no mercantil

Este salto, repetimos, cualitativo configura un nuevo escenario mundial caracterizado por la extensión de las relaciones mercantiles a todas las áreas geográficas y, dentro de estas, a todos los ámbitos, así como por una libertad de movimientos del capital a lo largo y ancho del globo en busca de la máxima rentabilidad.

Lógicamente, este proceso no discurre de forma fluida y sin obstáculos. Está atravesado inevitablemente por las dos grandes contradicciones del capitalismo: una entre clases, por la que los capitalistas disputan la máxima plusvalía a la clase trabajadora, y otra dentro de la propia clase capitalista, la que pelean a muerte entre ellos por apropiarse del máximo de ganancias o desaparecer. Desde este segundo enfoque es como se pueden comprender los movimientos tácticos que pueden ser confundidos con un supuesto retroceso de un proceso de globalización que es inherente al sistema.

Así, cuando Margaret Thatcher, declaradamente “euroescéptica”, decide prestar su apoyo al Acta Única Europea en 1986, punto de partida de la moderna Unión Europea, está actuando decididamente por la consecución de una globalización aún no conseguida y que es de interés general del capital, incluido el británico. Cuando su mismo partido va adelante con el Brexit en 2016 está actuando en busca del que creen el máximo beneficio de su capital en un mundo al que ya saben irreversiblemente globalizado. Ambas posturas son lógicas en sus momentos respectivos y ninguna de ellas juega en contra de las reglas generales de la globalización.

En la década que la economía mundial lleva, primero en crisis y, luego, en relativo estancamiento, el volumen del comercio mundial ha disminuido en términos netos, pero lo ha hecho en proporción al producto global también menguante, lo que indica que mantiene la misma magnitud. La inversión extranjera directa (IED) ha mantenido también niveles muy altos, incrementándose incluso el capital global en acciones en manos extranjeras. Es reseñable cómo en los últimos años está creciendo más la IED entre países desarrollados que entre países desarrollados y emergentes, debido tanto al riesgo por estancamiento y sobreendeudamiento de estos últimos, como por la centralización del capital a niveles internacionales. Sin embargo, no se trata de un fenómeno centro-periferia: no solo hay más países que invierten en el exterior, también los emergentes participan con mayor fuerza. Así, China ha triplicado sus inversiones en el extranjero desde 2007.

En este sentido, esta nueva configuración global del capitalismo ha dado lugar a una nueva contradicción: una reordenación de los mapas de influencia con nuevos actores queriendo ocupar papeles principales. Y mientras la inversión y el intercambio no dejan de fluir entre todas las partes, surgen tensiones de corte interimperialista que tratan de defender intereses esenciales o actuar como cinturones sanitarios. En este sentido pueden ser interpretados los conflictos de Ucrania, Afganistán, Irak, Libia o Siria. Lo importante es comprender que esta evolución es un indicativo de la profundización de la globalización, y no una señal que indique su fin.

De hecho, en el contexto general de atonía que explicábamos en la sección anterior, y en el que el volumen de negocios ha disminuido, no ha cambiado la estructura de producción en cadenas globales de valor levantada en las últimas décadas. Se llama cadenas globales de valor al mecanismo por el que una mercancía final se va produciendo por componentes en diferentes países, en busca de unos costos de producción mínimos. Para que nos hagamos una idea de la extensión de este fenómeno, estas mercancías a medio fabricar suponen hoy en día la cuarta parte de las exportaciones mundiales. Ningún estado puede quitar a su capital el acceso a este recurso cuando los salarios más bajos en otros países pueden reducir el coste de producción en tres cuartas parte; sencillamente, el capital se marcharía a otro sitio para evitar desaparecer.

Más allá de las manifestaciones demagógicas de ciertos líderes políticos -ya sea en el tono utópico de una izquierda añorante de un pasado en el que “nos explotaban menos” o en el tono nacionalista de una derecha que se ofrece gustosa a explotar más a sus trabajadores-, la realidad es que la globalización no tiene vuelta atrás en el capitalismo. Que el capital lo comprendió claramente se ve en los hechos de los últimos cuarenta años. Sin embargo, la clase obrera, que comenzó su andadura como clase consciente en forma internacionalista, se muestra ciega a los hechos dejándose engañar por las palabras, comprando la idea de un nacionalismo que nunca ha dejado de ser un concepto burgués y ahora, además, anticuado.

Caracterización de la crisis capitalista en nuestro país

Han pasado ya diez años desde el inicio de la crisis capitalista de 2007, una crisis que, en base a su intensidad y duración, ha pasado de ser comparada con la gran depresión de 1929 a ser llamada por muchos economistas simplemente así, La Gran Depresión, como si ya hubiera igualado o superado a la que tuvo lugar hace ochenta años.

En el año 2007 tocó techo un ciclo capitalista, y lo hizo por la conjunción de una serie de factores que, sin ser en absoluto nuevos en el capitalismo, sumaron sus fuerzas en una combinación y/o una intensidad especial. Por un lado, una economía productiva que había llegado -con mucha anterioridad- al límite de lo que la productividad del momento permitía convertir en el nivel de ganancias esperado. Por otro lado, y dado que la fuerza motriz del capitalismo son las ganancias, una economía financiera que, con el recurso al crédito, estiraba la obtención de beneficios más allá de lo que los límites productivos permitían. Por último, una libertad de movimientos del capital en todas sus formas, potenciada con nuevos bríos desde principios de los ochenta, que hizo que el riesgo financiero se extendiera de diversas formas por unos mercados capitalistas plenamente globalizados.

Y no nos estamos refiriendo a ninguna mala práctica local contagiada a países “inocentes”. Si en Estados Unidos la manifestación fueron las famosas hipotecas “subprimes”, en la desequilibrada Europa del euro lo fue la deuda centro-periferia, capital excedentario centroeuropeo que encontraba su vía de escape en los distintos sumideros -especulativos o no- del continente, de los que el inmobiliario español fue un caso concreto. El que la crisis de las “subprimes” estallara en el país capitalista por excelencia lo convirtió en un cómodo chivo expiatorio en manos de los economistas vulgares y de los voceros del poder. La realidad es que meses antes del pánico en Norteamérica, el Gobierno de Zapatero ya se enfrentaba con señales claras en todos los frentes de que la fiesta capitalista se había acabado.

La reacción estatal persiguió dos objetivos, ambos con una manifiesta orientación de clase. Por un lado, garantizar las ganancias obtenidas -pero aún no materializadas- en la etapa anterior. En esta linea hay que entender los rescates bancarios y la conversión de la deuda -hasta entonces privada- en deuda pública.

El segundo objetivo vino a continuación: sentar las bases para las ganancias futuras, intentando poner en marcha un nuevo ciclo de acumulación. Antes de entrar en los detalles de este segundo objetivo, no podemos dejar pasar por alto la profunda relación entre ambos. En lo que respecta a los trabajadores está claro: cualquier derecho o ingreso que se les consiga arrebatar queda inmediatamente disponible para ser usado como pago de deuda o como futura ganancia. Pero por mucho que se recorten los gastos sociales para pagar deuda, solo un detrimento de las ganancias futuras podrían saldarla. Esta es una contradicción más del sistema que se hace patente en los intereses enfrentados de distintos tipos de capitalistas y en la toma de partido por parte de sus representantes en el poder: qué tipos de impuestos se suben, qué inversiones se mantienen o se condenan, etc. Muy posiblemente, en un futuro, y tras años de sangría en forma de intereses, parte de esa deuda deba ser condonada por impagable.

Pero volvamos al hilo argumental. Tras actuar de urgencia para garantizar la ganancia del ciclo anterior que consta como deuda, ya el Gobierno de Zapatero comenzó a aplicarse para volver a poner en marcha el motor del capitalismo. Tras un escandalosamente fallido intento en la linea keynesiana -el plan E-, el Gobierno socialista tuvo la misma revelación que Mitterrand a principios de los ochenta y cambió de rumbo para actuar en la única línea que incentiva al capital: la obtención de beneficios. En esa línea debemos entender el último período del Gobierno socialista y toda la política -con mano de hierro- del Partido Popular desde que está en el poder.

Y es que el Partido Popular no tardó más que semanas en empezar a legislar para el capital. Quizás la renuencia de Mariano Rajoy a hablar en público se deba simplemente a que no tiene nada que decirnos, no trabaja para nosotros. Por lo demás, como ejecutor, ha demostrado ser un representante intachable de la clase a la que representa.

  • Dos reformas laborales (una del PSOE y otra del PP)

  • Una reforma de las pensiones (del PSOE, mientras el PP anuncia otra en camino)

  • Una reducción brutal del gasto público en múltiples frentes: fin de la sanidad universal, degradación de servicios públicos, repagos en medicamentos, subidas brutales en la educación no obligatoria, etc

  • Orientación redistributiva regresiva en la modificación de impuestos: subida del IVA -con su repercusión trascendental en las clases trabajadoras- frente a la creación de las SOCIMI como nueva figura para que las empresas y grandes fortunas eludan impuestos

  • Represión en el sentido más amplio para paralizar la previsible reacción: represión a la labor sindical, a la protesta, rotura de huelgas por “arbitrajes” o imperativos comunitarios, etc.

Su efecto combinado es un incremento de la productividad “a lo pobre”, sin invertir en tecnología: trabaja menos gente, los que lo hacen ganan menos y, sin embargo, trabajan con más intensidad.

  • Han caído los salarios directos, indirectos (servicios públicos) y diferidos (seguro de desempleo y pensiones)

  • El paro ha alcanzado en nuestro país niveles que han batido récords en occidente.

  • Las grandes empresas han aprovechado para aplicar “prejubilaciones” (despidos con nombre biensonante) a trabajadores con condiciones antiguas. Si los puestos han vuelto a ser cubiertos, se ha acudido a las peores condiciones que la nueva legislación laboral permite.

  • En un contexto así la sobreexplotación está a la orden del día: horas extra no pagadas, jornadas flexibles a conveniencia del empresario, ritmo de trabajo extremo, etc.

Para que nos hagamos una idea de la magnitud combinada de estas medidas, debemos fijarnos en que el PIB español se ha mantenido prácticamente constante durante la crisis con el trabajo de tres millones y medio de ocupados menos. Además, las medidas no se ciñen a lo coyuntural para salir de esta crisis concreta; las reformas de las pensiones o los cambios en la legislación laboral o de derechos están pensadas para seguir actuando por generaciones.

Pero, como decíamos, hay otros factores que entran en juego en la búsqueda de la recuperación del beneficio. En cada crisis concreta pueden ser unos factores u otros, en función de novedades tecnológicas, imposición de nuevas prácticas laborales o cambios legislativos, relación de fuerzas, etc. En este caso nos hemos encontrado con:

  • Inversiones ahorradoras de trabajo y de costes. Aunque el modelo de bajo valor añadido y el bajo precio de la mano de obra no favorece que este tipo de recurso sea usado por la pequeña y mediana empresa, en las grandes empresas sí que ha sido utilizado.

  • Optimizaciones en el proceso de distribución: pequeño comercio vs. grandes cadenas vs. Amazon.

  • Apertura de nuevos nichos de negocio y/o de nuevos modos de relación laboral: Uber, Airbnb, Just Eat, etc. En cualquier caso, poner a rendir al capital en sectores tradicionalmente en manos de particulares o autónomos y con la mínima responsabilidad del empresario frente al trabajador.

  • La salida al mercado de gran cantidad de recursos y antiguos servicios públicos. Aquí entran las ventas a precios a precios de saldo de propiedades públicas, las privatizaciones completas o en las distintas modalidades de gestión público-privada, la minimización o abandono de la prestación de servicios públicos, la creación de nuevos nichos privados en antiguos sectores públicos (educación superior) o incluso paquetes mixtos (como la venta de pisos de protección oficial con sus inquilinos dentro).

  • Y, por supuesto, una menor competencia como consecuencia de las quiebras y de la concentración propiciada por la crisis.

Es interesante pararse a analizar determinadas características de este último bloque.

En primer lugar, hay que observar que en esta crisis concreta la innovación tiene un componente más social que técnico. Ni Uber, ni AirBnb ni las empresas de reparto de comida a domicilio han hecho ninguna aportación tecnológica novedosa. Más bien se están intentando amparar social y legalmente en un supuesto vacío de reglamentación cuando las relaciones empresa-proveedor-trabajador se establecen por vía electrónica, aduciendo que de este modo pueden eludir las medidas de protección del trabajador vigentes durante décadas. Por mucho que estas nuevas empresas, los periódicos de página sepia, la Unión Europea y los nuevos progres de la economía “colaborativa” quieran hacer el teatro de vestirlo de novedosa relación mercantil que no hay que descartar precipitadamente, salta a la vista que los trabajadores que reciben encargos de Uber o de Just Eat actúan como asalariados sobreexplotados. De forma parecida actúa el modelo de alquiler de pisos, ya sea para vacaciones, de estudiantes o en cualquiera de las otras variantes que han aparecido: más allá de la anécdota del uso del móvil, la novedad está en la puesta en valor capitalista de unos recursos distribuidos que antes estaban mayoritariamente en manos de particulares -posiblemente clase media, sí, pero en cualquier caso de forma improductiva para el capital-.

En estos casos, el Estado -o el supra-Estado Unión Europea- actúa, con mayor o menor sutileza, al servicio de los intereses del capital. Ya es llamativo en un primer vistazo la inflexibilidad en caracterizar la situación laboral de los estibadores españoles como algo inaceptable que hay que eliminar, a la vez que se pide calma para examinar con detalle las posibilidades de estos nuevos modelos empresariales-laborales que están causando tanta contestación. Pero no se trata solo de tolerar, por debajo se están tomando medidas de largo recorrido nada improvisadas. Por un lado, eliminando las barreras anteriormente puestas en la legislación laboral gracias a una lucha de clases que ha dejado de librarse o, en los diferentes ordenamientos urbanos, ambientales, etc, creando una ciudad-negocio en la que no hay sitio para el hogar y el disfrute de las clases populares. En otros casos, la actuación estatal demuestra ser aún más meditada. Véase el régimen fiscal de las SOCIMIs, con exención de impuestos en la gran propiedad de activos inmobiliarios, que está siendo aprovechado masívamente por los sectores logístico, turístico y, obviamente, inmobiliario; justamente los sectores reyes de las nuevas economías.

Podemos ver cómo, en última instancia, sobre las espaldas de los trabajadores han caído todos los ajustes consecuencia de la crisis, así como todos los sacrificios para devolver la rentabilidad al sistema. Veamos cómo lo caracteriza el Banco de España en su último informe anual: “La elevada generación de rentas de las sociedades no financieras apoyó su gasto en inversión [..] en el notable crecimiento del excedente bruto de explotación, a su vez relacionado con la moderación de los gastos de personal”; “La notable creación de empleo se ha producido en un contexto de mantenimiento de la moderación salarial. En las ramas del sector privado se registró un descenso de las remuneraciones del 0,2%, tasa similar a la observada en los dos años anteriores. [..] las nuevas contrataciones tuvieron lugar a un salario medio inferior al de los trabajadores empleados previamente, lo que contribuyó a una deriva salarial negativa de algo más de 1 punto.”; “los resultados comparativamente más favorables de las exportaciones españolas [..] ponen de manifiesto cómo las ganancias de competitividad basadas en contención de precios y costes han permitido que las ventas al exterior hayan crecido a un ritmo más elevado que sus mercados” y, por último, “la principal fuente de financiación de la inversión productiva durante los últimos años ha sido el ahorro bruto de las empresas no financieras. [..] en un contexto de recuperación de los recursos generados internamente por las empresas, que se ha visto impulsada por [..] la evolución contenida que han mostrado los gastos de personal”.

Tras volver las empresas al crecimiento a partir de la segunda mitad de 2013, el repunte de la necesaria inversión y el muy paulatino descenso del paro -basado en la temporalidad y en los salarios bajos- ha reactivado progresivamente un consumo interno que estaba por debajo del mínimo de subsistencia de nuestros países vecinos (esto se puede constatar cuando se comprueba que el mayor aporte al crecimiento interno ha venido del incremento en el número de asalariados). La situación internacional ha aportado además diversos alivios coyunturales. Por un lado, los bajos precios del petróleo, que en nuestro país actúan de dos formas: reduciendo el valor de nuestras importaciones y, paradójicamente, favoreciendo nuestras exportaciones, ya que los productos de baja tecnología españoles, más consumidores de petroleo que los de nuestro entorno, se hacen más competitivos en esta situación. Por otro lado, la política monetaria europea que, orientada a reavivar las estancadas economías centroeuropeas, ha abierto el grifo del crédito barato. Este es el triste panorama de sobreexplotación y ventajas pasajeras que el Gobierno del PP defiende ahora con triunfalismo, prometiendo que en un impreciso futuro próximo se cerrará el hueco del millón y medio de parados que aún nos separan de los niveles de hace diez años.

Y en este punto es importante preguntarnos. ¿Qué fuerza interna tiene está recuperación? ¿es sostenible? ¿puede ir a más, especialmente en términos de empleo, como promete el Gobierno?

Lo primero que hay que recordar es que la economía global, y en especial la europea, trabaja al ralentí. Aunque los países de Centroeuropa salieron de la crisis a principios del año 2010, las tasas de crecimiento han sido muy bajas, incluyendo una segunda recaída en 2012. Pensar que España, ausente de la mayoría de cadenas de valor de la producción internacional, va a seguir creciendo de forma independiente una vez pasado el breve periodo de “puesta al día” no es más que un mensaje para que el personal aguante mientras espera un futuro mejor. Incluso en una economía mundial en fuerte expansión -cosa que no se espera-, nuestra posición en la división internacional del trabajo, la ya comentada ausencia en las cadenas de valor y las limitaciones de productividad de nuestra economía la condenan a quedar rezagada respecto a las economías de cabeza.

Además, de los tres factores coyunturales más importantes, dos están en riesgo de volverse en nuestra contra. El precio del petroleo comenzó hace meses a subir, tirando de una inflación que llevaba años estancada. El Banco de España advierte que, para que esta subida que tanto afecta a los hogares no afecte al crecimiento, es imprescindible que no se refleje en los salarios. Es decir, que la subida del precio del petroleo la asuman los trabajadores. El otro factor que se puede volver en nuestra contra es el de la política crediticia. Como se comentó anteriormente, la nueva política económica de Donald Trump en EEUU puede originar un efecto dominó que termine con el dinero barato en nuestro continente.

En esta situación, para justificar el optimismo oficial se hace de la necesidad virtud, y se enmascaran las limitaciones de nuestra economía presentándolas como dones del cielo dignos de envidia.

Así, por ejemplo, es un lugar común decir que España es un país de pequeñas y medianas empresas, y que lo que hay que hacer es apoyarlas -canto místico que, por otro lado, tampoco se traduce en medidas concretas-. Parecería una característica económica neutra, o incluso positiva, cuando tener un país de pequeñas y medianas empresas, que se crean y se destruyen a capricho de los altibajos de la economía, no es nada de lo que estar orgullosos. Las economías fuertes se basan en empresas fuertes, empresas que contratan a muchos trabajadores cualificados y utilizan medios de producción modernos para aportar el máximo valor añadido. Oír la cantinela de la pequeña y mediana empresa en toda la clase política, de un lado al otro del arco parlamentario, es un reflejo de su resignación a jugar en la segunda división del capitalismo que con tanto ahínco defienden.

Otro lugar común, aferrarse a las posibilidades del turismo. Hagamos un ejercicio de comparación con datos del año 2015. En ese año, Francia, el país con mayor recepción de turistas del mundo, ingresó un 33% más que España como resultado del turismo y, sin embargo, la influencia del turismo en el PIB francés fue de un 7%, frente a un 11% en el caso español. Es decir, las economías fuertes no basan su fortaleza en el turismo. El turismo puede ser un complemento que puede generar muchos empleos, pero volvemos a la misma: la fortaleza de una economía solo se puede basar en la producción -ya sea material o intelectual-, y en la producción con el máximo valor añadido. El turismo es, además, un recurso muy fluctuante, que nos es propicio en los últimos años por la pérdida de interés momentánea de otros destinos competidores.

Por último, otro mensaje que también se deja oír incluso en la izquierda parlamentaria: el mito del consumo interno. Según este mensaje, nuestro país parece ser una máquina de movimiento perpetuo única en el mundo, que una vez que recibe un empujoncito adecuado, se puede mantener en marcha autónomamente aumentando el PIB a base de consumo interno. El consumo interno es importante, tanto por su aportación a la economía como por ser indicador -cuando está repartido- de la capacidad de satisfacer necesidades vitales. De hecho, en estos momentos indica justamente lo contrario. En las gráficas de los tres últimos años el crecimiento del consumo interno está linealmente ligado con el número de asalariados, lo cual indica -por lo inelástica que es esta variable- que el que se queda sin trabajo no puede consumir. Esta es una situación terrible en un país con un millón y medio de parados de larga duración y una proporción muy alta de empleo temporal o estacionario.

Sin embargo, una cosa es luchar por el empleo y los salarios que garanticen la capacidad de consumo necesaria, y otra es hacer creer que una economía en el siglo XXI se puede realimentar de forma autárquica a base de consumo interno. En un país en el que importamos todos los bienes de consumo más elaborados del exterior y exportamos productos agrarios sin elaborar, el consumo interno nos lleva indefectiblemente -lo ha hecho en todos los ciclos expansivos históricos- al desajuste de la balanza de pagos, nunca a ningún crecimiento automantenido. Precisamente, uno de los factores que han ayudado a la estabilización del capitalismo español en estos últimos años ha sido el descenso del consumo provocado por la caída de la masa salarial. Por un lado, la reducción del consumo de bienes importados ha contribuido a volcar la balanza de pagos (la resta de las exportaciones menos las importaciones) hacia el lado positivo. Por otro lado, el descenso de los salarios ha hecho los productos españoles -que son pobres en inversión tecnológica- más competitivos, aumentando nuestras exportaciones.

La realidad es que no hay ninguna base para justificar un futuro crecimiento de la economía española que llegue a desbordar el ámbito de los beneficios empresariales y se difunda en forma de empleo amplio, de calidad y en mejora de salarios. Más bien los datos apuntan en otra dirección. Por una lado, como ya se ha comentado, las previsiones de crecimiento de la economía mundial son conservadoras y no invitan a pensar en una ola en la que subirse. Por otro lado, los niveles de empleo que el capital se ve obligado a tomar como referencia son los de 2007, y no olvidemos que esos niveles correspondieron en nuestro estado al pico de una burbuja, no son niveles a los que aspirar en una economía casi plana.

Ausentes así las bases de un crecimiento del beneficio productivo con los márgenes requeridos por las enormes reservas de capitales internacionales, el capitalismo no le haría ascos a una nueva fase de expansión financiera. Hace tiempo que se oyen voces que piden la anulación de las escasas medidas proteccionistas establecidas en los mercados financieros tras la Gran Depresión de 2007, parece que se ha perdido rápido el miedo. El Gobierno español, formado en una escuela que no sabe distinguir corrupción de economía, lo estaría deseando.

Pero es que tampoco se encuentran alternativas entre los “progres” antiguos o de nuevo cuño. Así lo demuestran los ayuntamientos “del cambio”, muy orgullosos de ahorrarlo todo para cancelar anticipadamente la hipoteca recibida de sus antecesores y, cuando las inmobiliarias llaman a su puerta, prestos a apuntarse a cualquier operación milmillonaria indistinguible de las que hace solo pocos años calificaban de especulativas, insostenibles o “gentrificantes”.

Respuesta de los trabajadores

Frente a esta movilización del capital en persecución de sus intereses no ha habido ninguna respuesta organizada de la clase trabajadora. Han existido, naturalmente, enfrentamientos puntuales sectoriales o en empresas, y un mayor ruido de fondo en el sector público, pero nada acorde a la magnitud del ataque.

Los sindicatos de concertación han realizado protestas simbólicas en los momentos en que se hacían públicas medidas gubernamentales lesivas, pero solo lo justo para guardar las apariencias. Su trabajo de fondo ha sido el de aceptar que el sacrificio de los trabajadores era necesario, y echarse totalmente a un lado para dejar vía libre a la apisonadora capitalista. Si acaso, en las grandes empresas han actuado para negociar las mejores condiciones de “baja pactada”, nunca para oponerse a los despidos en sí. Solo se han hecho notar públicamente de vez en cuando para recordar que estaban actuando con “responsabilidad”, y que debían ser premiados con el cargo de “interlocutor válido” -con sus correspondientes subvenciones- de la clase trabajadora a la que ellos mantenían apaciguada. Su situación es tan débil que ni esto han conseguido, el Gobierno se llevó por delante la negociación colectiva, gran parte de las subvenciones y ha criminalizado el sindicalismo más pegado al terreno, todo ello ante un silencio total.

A esto se suma una involución de las relaciones laborales durante las últimas tres décadas que no favorece la sindicación la que están orientadas las grandes centrales sindicales. Todas las reformas laborales de la democracia han avanzado en la subcontratación, externalización, temporalidad, etc., de las relaciones entre trabajador y empresa. Los sindicatos de concertación no han hecho caso a los millones de trabajadores que entraban al sistema laboral en estas nuevas condiciones. Su base de actuación eran los trabajadores con antiguas condiciones laborales estables. En esta última crisis está desapareciendo -vía bajas incentivadas- la última generación que entró en estas condiciones. Millones de trabajadores, aún estando sus ocho horas de trabajo en una gran empresa, no saben lo que es un sindicato que les apele a ellos. La proliferación de los centros logísticos, de los falsos autónomos, de las empresas multiservicio; el recurso a la temporalidad, a la media jornada, a los turnos arbitrarios; la mezcla de nacionalidades, de lenguas, de maneras de entender la relación laboral; todo ello opera contra unos sindicatos que no parecen entender dónde está la clase trabajadora y qué problemas tiene.

La situación es un reflejo fiel de lo que ocurre en el terreno político. Los partidos socialdemócratas del siglo XX limitaron su campo de actuación a la “reforma” del capitalismo, pero no abandonaron la dicotomía empresario-trabajador -aunque la suavizaran con la invención de la “clase media”-. Los nuevos partidos reformistas han abandonado esa dicotomía, cambiando a otra del tipo 1 frente al 99 por ciento. Los trabajadores sufren con más rigor que nunca en muchas décadas la contradicción capital-trabajo, pero por primera vez en más de cien años existe el riesgo tangible de que desaparezca de su marco ideológico.

El discurso económico reformista no ha cambiado en lo relevante. Sigue confundiendo el crecimiento capitalista con el crecimiento del bienestar; lo mismo que los ortodoxos, pero al revés. No podrá haber recuperación económica si no hay mayor consumo de los trabajadores, decían. Ahora que hay crecimiento de los beneficios hay que repartir, dicen. No quieren aceptar públicamente que es nuestra ausencia en el reparto la que hace subir los beneficios, que son el único leitmotiv del sistema, porque eso significaría que hay que cambiar de sistema. Mientras tanto, la regresión ideológica se deja notar en la teorización de sistemas económicos visionarios -del bien común, de los cuidados, etc-, siempre compatibles con el capitalismo en el corto plazo, con los que prometen nada menos que pleno empleo, sistemas teóricos más propios del socialismo utópico del siglo XIX. En cualquier caso, cualquier confrontación con la realidad del poder acabará como siempre, con la firma del nuevo memorándum de Siriza o con la reforma constitucional, laboral y de las pensiones de Zapatero.

La incapacidad de estos falsos interlocutores de clase no pasa inadvertida por mucho tiempo para la clase trabajadora. A la larga se ve que no tienen respuestas, que no tienen una propuesta que trascienda el capitalismo presente. A falta del papel de referente que en su época jugaba el marxismo revolucionario, esta intuición de vivir un conflicto no resuelto -un conflicto capital-trabajo al que no se sabe situar- acaba siendo explotada por una derecha que ofrece respuestas simples y de una radicalidad de tintes fascistas. Hemos visto al repasar la situación mundial cómo la baja rentabilidad, la Gran Depresión y el largo período de estancamiento están provocando tensiones entre distintos tipos de capitales, incluso dentro de las fronteras de cada país. Hemos comentado como, en algunos casos, estos intereses han derivado en requerimientos proteccionistas, nacionalistas, con los que la fracción menos competitiva del capital pretende protegerse del mercado mundial. En estas refriegas, intentan arrastrar a la clase trabajadora apelando a un supuesto pasado idílico en el que, cada cual en su lugar y en su clase, hacíamos que el capitalismo trabajara en provecho de todos. Sería casi un pacto ingenuo si no ocupara programas electorales reales: el capitalista ofrece al trabajador la sobreexplotación en exclusiva y propone cerrar fronteras a la importación pero dejarlas abiertas a la exportación, promesas absurdas que no puede cumplir en ninguno de sus aspectos.

Este tipo de manifestación se da con diferentes intensidades por occidente, según el vacío dejado en su debacle por los antiguos referentes de clase. Pero la táctica de enfrentar a distintos tipos de trabajadores para sacar del foco el conflicto entre clases, es de uso común entre la derecha. Si no es la de los trabajadores-hormiga centroeuropéos contra los trabajadores-cigarra del sur, es entre los inmigrantes adictos a las ayudas sociales contra los trabajadores locales desatendidos, o si no entre los refugiados-que-encubren-a-terroristas frente a las costumbres ancestrales de nuestro país a las que no quieren adaptarse. El “otro” se convierte en chivo expiatorio de los problemas del capital, pero un otro del que tampoco interesa prescindir: mantenerle en ese estado de exclusión supone disponer de un sector de último recurso de fuerza de trabajo dispuesta a aceptar las condiciones que nadie aceptaría. Junto a este planteamiento se sitúa una izquierda que, al articular su réplica desde el humanitarismo, refuerza el mensaje de la derecha, pues renuncia a enfrentar al capital contra sus límites y contradicciones.

autor: duval